sábado, 27 de agosto de 2011

Mirarte

A la musa que inspiró esto.



Me gusta cómo mira, en especial cuando me mira.
Sus ojos le brillan y acabo de descubrir que no es por la luz, sino por el misterio que esconden. Me gustan los misterios, pero solo los complejos.
Su voz es compleja, es la voz que busco en mis pocos escritos de amor, me gusta, y sé que a ella también. Sospecho que es consciente de lo que provoca su voz, pero sospecho también que ignora lo que provoca su voz en mí. Ella me provoca al hablar.
Cuando habla lo hace con calma, despacito, trotando, jugando con los silencios, jugando con mis silencios inciertos, temblorosos. Es cierto, me quedo en silencio porque a veces no sé qué decirle. Es tan difícil, es tan simple a la vez.
Simple como es, le gusta cuidar los detalles, camina erguida, segura, trasladando la brillantez de su cuerpo como si supiera que todos se quedan bobos al mirarla, lo sabe, lo sé. Dice que estuvo gorda, que comía puras papas fritas para aumentar un rollito más al día, dice que le gustaba tener rollitos. No le creo.
No le creo tampoco todo lo que dice, me dijo que no le creyera todo y le haré caso. Me dijo que no volvería a enamorarse. Todas las mujeres lindas y despechadas dicen lo mismo. No les creo a ninguna. El amor es inherente a todo ser humano. Y no hay duda que ella es un ser humano, aunque no parezca de este mundo.
Me dijo que no le gusta nada en especial del mundo, ninguna música, ninguna comida, ningún lugar, ninguna película, nada, nada, nada. Eso significa que le avergüenza lo que le gusta. Espero que no le guste ser normal, eso me dolería mucho.
Se sienta lejos de todos—dolida aún por su pasado—, lo hace simulando a un premio imposible, temo que lo es. Casi nadie se atreve a sentarse con ella, a penas unos cuantos gatos. Los hombres somos cobardes, y ella intimida. Intimada porque es extremadamente hermosa, es una criatura de la que se sabe muy poco, de la que se sabe que se han ido extinguiendo. Entonces los hombres preferimos mejor contemplarla de lejitos, como un niño que mira un helado mientras se le hace agua la boca. Me gustan los helados.
A ella también, pero nunca se le ha hecho agua la boca por nada ni por nadie. Ella es fría como un «chup», por eso me gusta jugar con sus manos, jugar con sus dedos mientras se hace la distraída. Calentar sus manos es mi nuevo reto mañanero, me levanto y le rezo a sus manos. Creo que le incomoda, ella dice que no, me incomoda que le incomode, pero qué puedo hacer, es un vicio exquisito.
La tristeza se hace un estado exquisito en ella. La tristeza se asemeja mucho al amor, el amor no es su estado permanente, a ella hay que enamorarla sin estar enamorado. Es mejor así. Un «no» como respuesta–expectorado de sus labios hechos de rosa virgen—sería el fin del mundo de cualquier varón, sus "noes" matan, yo mismo he visto los cadáveres. Necesito un médico. Seguro me dirá no cuando le pida un sí, seguro estaré de rodillas esperando su piedad para con mi alma. Ella es piadosa.
Pero jamás tiene piedad al caminar. Si le dices para andar sin rumbo, antes que vuelvas a respirar la verás muy lejos de ti, es incansable, es inalcanzable, es fuerte, es arriesgada, es libre. Envidio su libertad, envidio que no me deje libre.
Soy su pájaro enjaulado, no sé si se habrá dado cuenta de esto. Su inteligencia me deja entre cuatro paredes, delante de ella siempre pierdo, ya iré acostumbrándome. Delante de ella soy débil, por lo menos yo me siento como si me hubieran apaleado diez negros.
Sus ojos pueden ser negros y de otros colores, depende de ella, sus ojos pueden odiarme cuando quieran, como en algún tiempo odió a toda la humanidad, odio sus ojos, me hacen sentir como en Piedras Gordas. Siempre vuelvo al mismo punto: sus ojos. Dice que le encantaría donar sus órganos, yo quiero donarle el mío.
Donar es típico de ella. Dona una sonrisa por cada estupidez melancólica que le digo. Dona al ambiente un aroma angelical, angelical es su sonrisa, eso es lo único que merece ser angelical. Me ha donado un nuevo sentimiento, hace muchos años que no sentía algo igual. Me horroriza que su donación se complete, me horroriza que no me perdone esta travesura. Me horroriza volver a soñar con ella.

domingo, 24 de julio de 2011

La chica de la voz susurrante 3. El final.

África, después del amor y la muerte


A Rosa Calderón, por Savater


      Ese fue el último sábado que estuvo en Lima. Me invitó a su casa a pasar el fin de semana. «De paso—me dijo con un tono algo melancólico—podemos ir al río a recitar algunas poesías. Hay tanto que contarte». Ella recita muy bien, le gustan las poesías eróticas, de esas explícitas con un toque de morbo, de «cochinadita», como dice susurrando, como dice sus secretos. Cuando llegué sus lágrimas delataron la razón de aquella melancolía mal disfrazada. Había terminado con Fabián. La situación le cayó como patada al hígado.
—No puedo creerlo. En verdad no sé qué decirte. Hasta me siento un poco avergonzado, es mi familia—le dije a penas la abracé para saludarla.
—Tú no tienes que sentir nada. La culpa de todo esto es suya, por cobarde. Desde hace ya varias semanas empezó actuando muy extraño.
—Pero, pero, si ustedes…
—Sí, ya nos íbamos a casar, lo sé. Acordarme de eso me da arcadas. Fíjate que tuvo la valentía de pedirme la mano, con todo y anillo, delante de mi promoción de colegio y de mis padres. Luego se fue a vivir conmigo, al departamento que compré para que nadie nos jodiera, para tener a nuestros hijos o, por lo menos, practicar cómo tenerlos.
—¿Por qué terminaron?
—Primero, no iba a dormir a la casa, a veces ni avisaba nada y desaparecía días tras días. Yo me preocupaba muchísimo y llamaba a todo el mundo averiguando por él, hasta me mandaron al diablo de tanto escucharme llorar en el teléfono. Segundo, cuando aparecía, era como si nada extraordinario hubiera ocurrido, venía con otra ropa, campante y bonachón, no quiero imaginar en dónde se habría cambiado, me saludaba con un cariño fingido y se volvía a ir a trabajar. A pesar de que le pedía explicaciones él nunca quiso decirme la verdad, esperó que la descubriera forzosamente, esperó que lo nuestro se rompa de a pocos. Tercero, le llamaban a su celular insistentemente, ni lo dejaban cagar, eso me pareció muy extraño, en especial cuando le llamaba un número en particular, que a escondidas revisé.
—Una amante—sugerí, era lo más lógico. Por lo menos lo más lógico en las telelloronas del canal cuatro.
—Sí, eso. —Se hizo un silencio incómodo, de improviso me miró directamente y dijo con ira. —Pero lo que más me dolió fue descubrir que era su amigo del ejército.
—¡Dios mío!—No sé por qué en ese momento quise reírme.— ¿Estás segura?
—Segurísima. Lo vi, nadie me lo contó. Es ese amigo que lo venía a buscar, Fabián jamás se negaba a salir con él, dizque a brindar en un bar donde siempre se encuentran los del ejército; esa noche su amigo no se aguantó y le dio un beso, la camioneta no había partido aún. Con eso explico sus tantas negativas a tener sexo conmigo. ¡Teníamos momentos íntimos cada dos meses!, ¡frustrante!, y cuando se lo sugería me decía: «¡Qué asquerosa, no hables de esas cosas así no más, impúdica! Pareces una chola aguantada» Ya estaba harta de ese hijo de puta.
—Dudo que te quedaste con los brazos cruzados haciéndote la ciega. Tú no eres así.
—No me quedé con los brazos cruzados. Cuando vino tuvimos una fuerte discusión. Fabián me dijo que podía pegarle si eso quería, que no iba a hacer nada porque tenía la culpa de cualquier problema entre los dos, y puso las manos atrás a esperar que lo golpeara, repitiendo que se sentía confundido, arrepentido, murmurando que la culpa era de su pasado militar.
—¿Su pasado militar?
—Ajá, ese cabrón se excusó diciendo que lo habían violado en el cuartel, que por eso le gustaban los hombres, que necesitaba un tratamiento para ahuyentar tantos miedos que todavía lo perturbaban. Cojudeces… Se puso a llorar esperando alguna reacción mía. Le tiré una patada en los huevos, le escupí y me fui del departamento. De mi departamento. Vine aquí y mis padres se enfurecieron cuando les conté todo.
—No era para menos. Sin embargo, me cuesta digerir tanta humillación.
—A todos—se puso de pié y cerró la puerta de la habitación en donde estábamos. —Mi papito está despierto en su cama, sigue malito, no quiero que escuche lo que voy a decirte ahora.
—Adelante, si puedo ayudarte, por lo menos escuchándote, aquí estoy.
—Fabián me mandó una carta en la que decía que lo nuestro había sido lindo pero que ya no daba para más. ¡Já, gran noticia! Aunque eso no es lo más importante de esta carta, sino la parte en la que escribe diciendo que se va a matar.
Cuando cayó la noche todos entraron a sus habitaciones, apagaron las luces y se esforzaron en dormir. Yo descansaba en la habitación de huéspedes, al lado de la habitación de La Chica de la Voz Susurrante. Tal vez fue a las tres de la mañana que escuché medio somnoliento que alguien abría la puerta de la casa. Me asusté, me levanté y cerré la puerta de mi habitación con cerrojo, pero el sueño pudo más y volví a la cama, dispuesto a regresar a los brazos de Lariza Riquelme.
Al día siguiente, luego de asearme, me acerqué a la alcoba de La Chica de la Voz Susurrante. Tenía que decirle lo que había escuchado en la madrugada. Iba a tocar, pero antes la puerta se abrió sola. Entré sigiloso, saludé, no había nadie. Me percaté en la cama, yacía ahí un vestido ensangrentado y un revólver. De repente, sentí que alguien me miraba por la espalda. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
—¿Qué es esto?—Le dije atónito a la Chica de la Voz Susurrante, señalándole la cama.
—En la madrugada fui a la casa de Fabián a ayudarle con lo que me pidió. Nadie puede enterarse, por favor. Se lo merece, tómalo como si fuera un contrato. Es lo que le toca por su traición. Ha sido un caballero al permitir que sea yo la que cumpliera su deseo.
—No lo entiendo. ¿Qué te pidió?
—Que lo mate.
La carta que Fabián escribió estalló en mi mente.
***
La Chica de la Voz Susurrante regresó a Nueva Zelanda para tomar algunos ahorros y después partir inmediatamente a África. Se convirtió en prófuga de la justicia, sospecho que esa nueva aventura le agradaba en algo. Trabajó en Libia un año como periodista radial, luego en Costa de Marfil como vendedora de carne de perro. Desde un principio admitió para sí que su crimen la obligaría a vivir bajo la sombra del pavor y del fracaso. La policía no tardó mucho en descubrir al asesino de Fabián, pero sí demoraron en descubrirme. Después de tantos años de silencio delaté a la Chica de la Voz Susurrante, con la seguridad que así le daba a ella su parte del contrato que jamás quiso reclamar: la cárcel. Por esa fecha la enfermedad de su padre se agravó y murió súbitamente. Ella se enteró un día después. Le dolió en el alma que no llegara a despedirse de él antes de huir, aún sabiendo que no lo vería otra vez respirando en este mundo. Tanto le aterrorizó faltar al velorio de su padre, que decidió regresar, en barco porque los aviones le producían nervios, sin importar que en el puerto la policía estuviese esperándola. Tenía que regresar a cerrar su pasado, a cerrar una historia de amor y a darme el permiso para contarla.

Por Fin

   

sábado, 16 de julio de 2011

La chica de la voz susurrante 2





 Ilusiones
A la ficción inspirada en la realidad




La conocí en una reunión familiar. Para ese entonces ya llevaba tres meses con Fabián, y, al parecer, eran la pareja ideal, la misma que se necesita para una boda de telenovela. Ella: linda, refinada, culta, mujer de mundo; él: buen mozo, buen conversador, enorme sonrisa, enorme billetera. Es más, cuando la conocí creí que ya se habían casado, porque la familia no paraba de felicitarles y desearles buena dicha para el resto de sus vidas. Fue así que la ilusión creció entre los dos, hasta que los miedos y las mentiras transformaron la fantasía en realidad; era de esperarse, Fabián no había durado con una sola chica más de cinco meses.

Todos los invitados estábamos sentados alrededor de una mesa, cada uno con su copa de whisky; excepto yo, no me gusta meterme etanol como sin nada, así que a mí me dejaron tranquilo con mi Inka Kola. Ella se sentó al lado de Fabián, lo tomó de la mano e inició la conversación con una soltura increíble. Era el primer día que la familia la conocía pero la atmósfera que se respiraba contagiaba confianza y amistad, suficiente para que La Chica de la Voz Susurrante se atreviera a comentar de sus tantos viajes por el mundo. De pronto, sé que después de mucho observarme, me dijo:  
—Y tú, ¿sigues en el colegio?
—Sí, estoy en cuarto de media.
—Mira que no parece—créanme que he escuchado eso cientos de veces—, eres muy maduro, ¿ya tienes alguna idea de lo que quieres seguir al terminar el cole?
Antes de que respondiera, mi madre dijo entusiasmada su frase favorita en las reuniones:
—Te cuento que es escritor—cosa que yo desmiento—, ha escrito un libro—todos los invitados abrieron sus ojos como dos huevos fritos—. Creo que se trata de la vida de un loco, ¿no hijito?, cuéntales a ver— ¡Aj!, madre linda, tenías que decirlo.
—¿Cierto?—dijo con una sonrisa auténtica La Chica de la Voz Susurrante.—Entonces quieres ser escritor.
—Tal vez, pero te iba a responder que quería ser periodista.
—El periodismo no se estudia, es una forma de vida. Te lo digo porque soy periodista, trabajo en la Unicef—eso fue un golpe bajo, no lo esperaba.
—Pero… la universidad debe aportar bastante a...
—Depende, he viajado por varios países y las experiencias me enseñaron que el periodismo se lleva en la sangre, justo en los momentos de vida o muerte es cuando uno se entera de esto. También ayuda mucho vivir en el extranjero, por qué no les dices a tus papis que te manden de viaje, tienes que conocer otras realidades, el mundo no es solamente tu salón de clases.
Esto no se podía quedar así, La Chica de la Voz Susurrante me extraía violentamente de las mentiras en las que había estado reposando durante años; recién ahora lo sé. Luego de un rato cambié de tema, entré en mi campo fuerte, toqué mi especialidad, aquí sí no podía perder. Había encontrado el punto débil de aquella mujerota de un metro noventa.
—¿Cuánto tiempo ya vas con Fabián?—tenía la sensación que cada vez que hablábamos los demás invitados tomaban el papel de espectadores.
—Tres meses. Nos conocimos en un bar de Ayacucho—juraría que en ese momento escuché a alguien, seguro uno de los primos, mascullar «típico». Fabián se sonrojó, la tomó fuertemente de las manos, y me dijo:
—Sobrinito, no seas tan preguntón…
El público estalló en risa. Yo hice caso omiso a todos y seguí descargando el arsenal.
—Pero si tú vives en el extranjero, ¿vendrás a vivir a Perú? ¿Trabajarás acá?—Más risas acompañadas de «¡uyuyuis!».
—No lo sé, eso no lo sabemos ninguno de los dos—La Chica de la Voz Susurrante se sonrojó también, sonrió resignada. —Le he dicho a Fabián que tiene que aprender inglés para llevarlo a Nueva Zelanda.
—¿Se casarán en Lima?—Más «uyuyuis», alguien dijo «¡responde oye!». Esta vez Fabián habló.
—Primero queremos darnos más tiempo, aunque puedes tener la seguridad que mi madre y su madre ya están buscando la iglesia.

Una hora después me senté en la sala de estar a observar unos adornos preciosos que había en la casa, cuzqueños por cierto, cuando La Chica de la Voz Susurrante se acercó.
—No nos dejaron que sigamos conversando, creo que Fabián se incomodó con tus preguntas—me dijo con tono cómplice.
—Lo siento, pero era simple curiosidad. ¿Tú también te incomodaste?
—¡No, para nada!, yo soy total open mind, es que tu tío es muy conservador y tiene eso de…
—Guardar las apariencias—completé su frase, al parecer había atinado.
—Se podría decir que sí… Déjame confesarte algo, eso de guardar las apariencias me llega al carajo. Detesto eso de ese huevón.
¡Dios!, La Chica de la Voz Susurrante tenía una boquita de caramelo. Sus palabras favoritas eran: carajo, puto, pendejo, huevón, imbécil, en fin… Quizá con esto debería ser La Chica de la Boca Cochina.
—¿Estás muy enamorada de él, cierto?—le pregunté con inocencia.
—¿Por qué lo dices?... Es verdad, me ha capturado, es un buen tipo. Solo que a veces es cuadriculado y piensa que la plata es significado de grandeza. Seguro estará pensando que estoy con él por su plata.
—Lo dudo.
—Desde luego, ¡dúdalo!, ¡gano más que él!—no reímos estrepitosamente.
El tiempo se agotaba y lo único que nos quedaba era intercambiar celulares y correos. Al final ella se despidió tristemente, Fabián le llamó por el móvil: tenían que irse.
—Me gustaría ayudarte con tu novela. Tengo un profesor que es corrector literario, es muy conocido. Escríbeme a penas puedas, podemos encontrarnos un día, puedes venir a mi casa, tengo libros que sería bueno que hojearas, y de paso hablamos más de lo que quieres estudiar. Suerte y jamás dejes de vivir nuevas experiencias. Jamás dejes de escribir.
***
De repente veo que, ya en la camioneta de Fabián, La Chica de la Voz Susurrante se puso a llorar. Él la miró despiadadamente, con odio, como si estuviera increpándole un pecado mortal. Ella no quiso levantar la mirada, ni siquiera quiso secarse las lágrimas. Fabián puso el auto en marcha, displicente de cualquier sufrimiento de su amada de turno. Esa escena, sin saberlo yo, iba a ser el prólogo de una sucesión de hechos nefastos a lo largo de cuatro meses. Quizá nunca debí enterarme de nada, pero el ser confidente de La Chica de la Voz Susurrante, y en varias ocasiones su hombro de llanto, me hizo el observador oculto que, seguro, muchas parejas tienen.

Y así fue como la conocí. Esa tarde llevaba una larga falda floreada y unas botas marrones de taco seis. No podría olvidar aquellas prendas porque fueron las mismas que encontré en su habitación semanas después, manchadas de sangre y con una pistola al lado.

Continuará…

domingo, 12 de junio de 2011

La chica de la voz susurrante

A ese barco que demora en llegar


Antes de África

Sabía que con la neblina iba a llegar también la chica de la voz susurrante. El ocaso se había ocultado tras las nubes tristes de Barranco y lo único que quedaba de las últimas horas del sol era el sentimiento de que la noche aplastaba paulatinamente mi paciencia. Ella tal vez demoraría en arribar, pero su padre no la esperaría más. ¿Cuándo la muerte ha esperado?, no había razón para que esta vez tenga deferencia con una mortal tan simple, pero a la vez exquisitamente mística, como ella. Sospecho que pocos hombres le conocieron esa parte, sé que siempre se empecinó en ocultar sus locuras románticas para más tarde, cuando notaba que la relación iba a buen paso. Paradójicamente pienso ahora que fue una relación, supuestamente bien encaminada, la que la llevó al puerto a tomar el primer barco de vuelta a casa, huyendo de los recuerdos y, tan solo quizá, de ese padre que se le iba muriendo sin que ella, tan cándida, pudiera hacer algo. Ahora las olas me traen uno de sus tantos relatos, de esos que me contaba en medio del río.
***
Ellos se conocieron en una fiesta ayacuchana, de esas pomposas que siempre atraen al licor, a los excesos y al sexo: Semana Santa. Ella recién había ganado el tercer lugar de miss Perú en aquel año sin importancia y él recién salía del ejército, aún no dejaba esas típicas costumbres caballerescas de rectitud y galantería varonil, aunque su corte militar ya desertaba a su cabeza para dar paso a una cabellera revoltosa. Los dos estaban de vacaciones por unas semanas, antes de iniciar sus nuevos proyectos. La mujer esbelta se sentó en la barra del bar, pidió un brandy, se lo sirvieron, y lo tomó con honorable delicadeza mientras observaba al barman. Fue ahí cuando el más ávido de los caza calzones posó la mirada en lo que sería su amor de turno, en esa noche ayacuchana.
—Discúlpeme, señorita, pero la vi sola y pensé que tal vez podría invitarle otra copa de brandy.
—Es usted muy amable, ciertamente estoy sola, pero temo decirle que no acepto invitaciones de cachacos extraños como usted. Discúlpeme la franqueza.
—Es muy observadora, sí, fui soldado por unos años, pero no se ha dado cuenta que mi intención está llevada únicamente por la gentileza de un buen caballero. Permítame demostrarlo… Barman, por favor, sírvale otra copa de brandy a la dama.
—Su insistencia debe ser por la preparación militar que reciben. En esta oportunidad ha dado frutos, claro que también le ayudó la música aburrida que están tocando. Le aceptaré el brandy con una condición.
—Dígame cuál.
—Que me cuente de usted mientras nos bebemos unas copas. Tendrá que pedirse otra.
Su nombre era Fabián. Dentro de unos días se matricularía en una universidad a estudiar Administración de Empresas, eso había elegido ser después de colgar los uniformes verdes: administrador de empresas. Si le iba bien convenciendo en sus concurridas empresas de tacones y faldas por encima de los muslos, ¿cómo no le iba a funcionar los otros negocios con hombres de corbatas y ternos caros? Tenía que intentar dejar su pasado militar, ese que con tan terribles recuerdos le habían marcado la dignidad de hombre, de "macho alpha". Con el tiempo la mujer de la voz susurrante se enteraría que no todo fue como pintaba, que aquellas saliditas nocturnas que daba cuando le llamaba su amigo del ejército tenían otras connotaciones peligrosas, que sus negativas por tener sexo con ella hallarían una razón en miedos infundados en su pasado cachaco, como ella decía para molestarlo cuando dormían con las piernas entrelazadas.
—Tu historia es muy graciosa—decía la mujer de la voz susurrante entre risas—, ¿por qué no te había conocido antes? Yo soy de Ayacucho pero vivo en Nueva Zelanda, siempre vengo para estas fechas, me encanta reencontrarme con mis padres, ellos me extrañan tanto...
—Es la primera vez que vengo a la celebración de Semana Santa, las salidas que nos daban solo me alcanzaban para ir a mi casa en Lima, vivo con mis padres, pero yo tengo un departamento en el segundo piso.
—A pesar del concepto que tengo de los soldados tú eres diferente, me haces sentir bien... si tan solo podríamos… Discúlpame, ¡qué atrevida soy!, debe ser el alcohol. Tengo que irme...
—No se sienta mal, por favor. No se vaya tan pronto.
—Deja de tutearme y..., está bien, sólo iré al tocador a ver si el rímel no se me ha corrido.
Esa era una de sus tantas estrategias que tenía ella para poner a prueba a los muchachos avalentonados que se le acercaban probando suerte con tremenda mujer de un metro noventa. Mientras se ponía un poco de polvo en las mejillas revisaba mentalmente su cartera, se acordó que había comprado hace unas horas un par de condones, era una buena costumbre, al fin de cuentas jamás sabía lo que iba a pasar en el resto de la semana. Una chica preparada valía por dos. Cuando salió del baño se detuvo en seco unos metros antes de llegar a la barra. Por un momento supo que ya sospechaba desde el inicio lo que estaba viendo, pero luego cayó en una leve decepción. “Qué pena, el chico era guapo, pero no es más que otro pendejo hijo de puta”.
Fabián se besaba con una mujercita escuálida en una de las mesas del bar. Él, cansado de esperar, desvió la mirada a su alrededor y se fijó que de la otra esquina una atractiva señorita le hacía señas para que se acercara. Fue a su encuentro y al verla mejor reconoció a una de sus tantas enamoradas de la adolescencia. Solo bastó un pequeño cruce de palabras para que en pocos minutos los dos ya se entretuvieran cruzando fluidos salivales con acalorada impaciencia.
—¡Imbécil!, cómo puede cambiarme por… esa cosa. Otro estúpido más con cara de hombre. No importa, por lo menos me invitó un brandy.
La chica de la voz susurrante salió a paso rápido del bar. Caminó hasta la calle central intentando no hacer sonar sus botas de taco aguja. Estaba a punto de parar un taxi que la llevara a su hotel cuando sintió que alguien la tomó de la cintura y luego, bruscamente, la abrazó por detrás. Ella dio un respingo del susto, volteó inmediatamente y su mirada se estrelló contra unos ojos brillantes, marrones claros, profundos, que le invitaban a no hablar, a relajarse y a aceptar inocentemente que esos brazos la rodearan sin impedimento alguno, sin resentimiento. Sintió una fragancia excitante, se le estremeció la piel. Fabián le habló al oído.
—Sólo es una amiga de la adolescencia, jamás te llegaría a los talones. Si dudas de eso, podrías comprobarlo dentro de unos minutos… Tú decides: me voy, o subo al auto contigo.
Ella le acarició suavemente el muslo derecho con un dedo, y él, con un movimiento rápido, tomó su mano y la dirigió a la entrepierna de su pantalón. El trato se había consumado.  

Continuará…       
   




domingo, 10 de abril de 2011

De cómo perdí a Shantall 2

Tan cerca para no tenerla

 
Te esperé una hora, luego dos, y cuando supe que no llegarías las manos se me congelaron, y cuando te imaginé debajo de las llantas de un tráiler o tirada en la vereda de alguna calle, el corazón quiso salirse de mis entrañas. Tu ausencia no era normal. Siempre fuiste muy puntual y jamás jugabas bromas pesadas, aunque, dibujándote mejor en mi mente, recuerdo un particular vicio tuyo: te gustaba ser misteriosa cuando habías hecho algo malo, quizás un pecado vergonzoso o atroz. Eso me puso más nervioso. Fue entonces que supe que no íbamos a ir a ninguna parte, tú solo buscabas a alguien en quien depositar tus confesiones y hace unas horas habías decidido por mí.
Salí corriendo del parque, tomé un taxi hacia tu casa. En ese momento se me olvidaron los celulares y los teléfonos públicos, estaba actuando por inercia, movido por mis primeros instintos fatalistas. Más a delante supe que no me había equivocado.
La casa estaba oscura, nadie parecía ocuparla. Llamé a la puerta, volví a llamar, se prendió la luz de una de las habitaciones, creí ver una sombra, tal vez la tuya… pero luego otra, habían dos personas, estaba casi seguro de eso, la idea de verte acompañada me heló la piel. Cuando estaba a punto de echarme a la retirada se abrió la puerta… volteé lentamente… Eras tú.
Bajo las sombras no pude ver bien si tenías lágrimas en los ojos o si estabas sudando. No quise decir nada, podía estar equivocado.
–Pasa–me dijiste con voz entristecida.
–Pensaba que te iba a encontrar en el parque.
–Por favor, no hables y sígueme.
Fuimos hasta la sala, nos sentamos en silencio. Me miró como si fuera un niño pordiosero o una paloma con la patita rota, parecía que le daba lástima. Quise que ella se expresara primero, yo aún estaba confundido.
–Lo siento, pero ocurrió algo–me dijo agachando la cabeza.
–Qué…
–Es tan difícil… tienes que entenderme, en verdad es tan difícil. Mira… mejor te lo digo arriba.
Subimos al segundo piso. Entramos en su habitación, la luz encendida y mi corazón bombeando desesperadamente.
–Fue aquí en dónde ocurrió–masculló y luego empezó a llorar.
–No sé de qué hablas, por favor, tranquilízate que me preocupas más.
–Fue aquí en dónde lo nuestro llegó a su fin antes de haber empezado. Aquí renuncié a ti.
“Lo nuestro”, ¿por qué decía eso? ¿A caso ella ya lo sabía? ¡Pero cómo!
–Sí, lo sé. No es necesario que sigas ocultándolo, tantos años me mostraron que esto era más que una amistad.
–Shantall… yo sólo quiero que…
–No, no digas nada. Antes quiero que sepas que yo… también te amo.
–No lo puedo creer, entonces tú y yo…–Me acerqué un poco más a ella, los labios me temblaban.
–No, lo nuestro es imposible.
En ese momento salió del baño de la habitación un hombre en short y sandalias. Di un pequeño respingo y me moví de mi sitio, alarmado. Shantall se acercó a él y le tomó de las manos.
–Te llamo mañana–le dijo.
–Decide esta noche–le respondió el hombre y se fue.
Me quedé estupefacto, pues los dos actuaron como si yo no existiera. Después de unos minutos Shantall volvió a hablar.
–Él es Luis y vino a pedirme que no aborte, quiere tener a su hijo.
***
De ahí no recuerdo más. Sólo se viene a mi mente mi llegada a casa, mis padres gritándome, mi madre llorando, yo también por la decepción de un amor perdido. Me sentía mareado, mis ojos se perdían en el espacio, mi conciencia repetía una sola idea: “Ya no la tengo”.
Ahora que escribo estas líneas en la soledad de mis memorias, entiendo que darme fin es seguirle la ilación al destino. Ella me dejó una carta que aún guardo con remordimiento, rencor y nostalgia, es a esa carta a la que me confieso fielmente, obligándome a repetir la historia, le digo cuánto pude amarla en secreto.
Esa noche Shantall eligió, y sé que se fue con mi aroma en sus entrañas, tal vez con el aroma del otro también. A la mañana siguiente una franja amarilla rodeaba su casa. Se había suicidado.