sábado, 26 de marzo de 2011

De cómo perdí a Shantall

A “La Trotamundos”


Shantall antes del secreto

Ella tiene cinco años más que yo. Pero eso no importa, cuando el corazón se encapricha es irracional, ciego y necio. Nuestra amistad tiene mucho tiempo. Shantall siempre ha estado ahí, como una fantasmita amable, compartiendo conmigo tardes de neblina, noches estrelladas y madrugadas de llantos. Por eso es lo que ahora es: la protagonista de mis sueños.
Quizá lo que siento es solo otra ilusión adolescente, pero esto va saliéndose de los límites. Ha crecido en mí una severa necesidad de llamarle todos los días y colgar cuando responde, de escribirle versos de amor y quemarlos después en la azotea, de rezar todas las mañanas, pidiendo al universo entero que le muestre una señal celestial de mi verdad, para facilitarme las cosas cuando llegue el momento. Porque el momento llegará, de eso estoy seguro. Me veré en la obligación de confesarme ante sus ojos marrones claros, soportando el dolor que cada una de mis palabras provocará al salir de mi garganta, diciéndole el secreto que guardé celosamente desde que la conocí. Otorgándole la potestad de decidir sobre mi destino. Pues sin ella no vivo. Y hoy estoy dispuesto a demostrarlo. Sí, hoy que escribo esta última carta, a merced de la soledad de mi hogar (mis padres acaban de salir, como esa vez), con un vaso de veneno para ratas diluido en agua, a mi costado, esperando el punto final de esta historia, que les contaré a continuación, para dirigirse directamente a mi estómago.

***

El nefasto incidente ocurrió hace una semana, el sábado, cuando la ciudad se quedó sin electricidad. La agente abarrotó las calles buscando lugares abiertos, mientras esperaban las seis de la tarde, hora en que debía prenderse todos los postes de luz. Yo me quedé en casa, viendo cómo el cielo se oscurecía y cómo el foco de mi habitación no daba señales de vida. Mis padres habían salido con mis hermanos a la fiesta de una tía, así que por varias horas fui el amo y señor de esos tres pisos que me albergaban silenciosamente, creando la ilusión de ser una torre de encierro.

El aburrimiento me venció y con él el sueño me atrapó en sus benditas redes. El frío de la tarde, invadiéndome lentamente, fue adormeciéndome hasta llevarme a la inconciencia. Hasta que sonó el teléfono con ese ridículo timbre que debió ser cambiado hace mucho tiempo, por uno más sencillo y menos estúpido.

–¿Hola?– Respondo entre sueños, esperando que no sean los de Telefónica, porque me pondría a llorar, esos desgraciados son desquiciadamente inoportunos.
–¡Juan Diego! ¡Qué tal!… ¿no me reconoces?

¡Cómo no reconocerla, si la había oído toda mi infancia! Su hablar nunca dejó de animarme, escucharla en mis peores momentos ha sido la mejor terapia que haya podido encontrar. ¡Mujer, si tan solo supieras todo esto! Y tú… creyendo todavía en la “amistad de años”.  

–¡Shantall!, ¡muñeca!, ¡claro que sé quién eres! Ayer no pude llamarte, ¿me perdonas?, tú sabes cómo es el colegio nuevo en el que estoy, ya te conté su ritmo, a penas tengo unas horas del fin de semana para descansar…
–Sí, sí, lo sé. No te preocupes, amigo. Por eso llamaba, ¿estás solo?
–Desde luego, ¿a caso creías que mis padres iban a quedarse en un lugar que no tiene electricidad? Mi padre sin su televisor y mi madre sin el facebook, ¡no!, no me los imagino. De ser así mi casa sería un caos.
–Y como siempre tú no quisiste acompañarlos.
–Ya me conoces. Pero, dime, ¿por qué me preguntaste por mi soledad?, ¿quieres visitarme?
–Todo lo contrario, amigo. Quiero sacarte a pasear.
–Hablas como si fuera tu perro ¿No querrás bañarme también?
Se ríe con ganas, aunque sin perder la compostura, cuidando siempre las fronteras de los excesos chabacanos. ¡Ah!, esa risa… me ha clavado una estaca en la memoria.
–¡No eres mi perro!, ja, ja, ja, cuándo no tú tan gracioso… Entonces, qué dices, ¿me acompañas?
–¿Chosica a las cinco de la tarde? Mmm, no me apetece. La gente a estas horas cree estar en un hormiguero y camina de aquí para allá buscando algo sin saber qué. Eso me estresa. Mejor ven, me acaban de comprar un e-book y ahí podemos ver una película si quieres.
–Yo no he mencionado a Chosica. Sabes que si quiero divertirme solo hay un lugar ideal.
–¡Miraflores! ¡Pero ya va a oscurecer!, mis padres no tardarán en venir... ¡No sabes lo que dices!
–Lo siento, olvidaba que eras un niño.

¡Carajo!, esa ha sido una puñalada directamente a mi orgullo varonil. Aquella mujer de veintiún años me ha retado a demostrarle que a mis dieciséis años sí soy capaz de desobedecer a mis padres y escaparme sin dejar aviso alguno. Debo de hacerle ver que soy tan maduro como ella, que si en algo somos iguales es en nuestra valentía. Por Shantall soy un hombre de mundo.

–Has soltado a la fiera, muñeca. Dime la hora y el lugar y yo estaré antes que tú.
–¡Súper! ¡Qué emoción! ¡Dentro de diez minutos en la pileta del parque!

Es obvio que tendré que pagar todos los gastos. Pero he aquí el problema, solo tengo veinte soles. Y cuando Shantall y yo vamos a Miraflores, veinte soles se nos va en helados. Tengo que buscar más dinero, ¿le pido prestado a alguien?, ¡no!, me demoraría en dar explicaciones y en acordar fechas de pago. Pienso… ¡Ya sé! Mi madre ha dejado su cartera en la sala. Voy corriendo hacia ella, la abro, rebusco vehementemente, hay cien soles. ¡Bien! Esto es suficiente para una noche… Pero… y si después pasa algo más. Subo a la habitación principal, abro el cajón de medias de mi papá, las manos me tiemblan, hay cien más. ¡Bien! ¡Bien! Faltan cinco minutos. Ella lo merece todo.

Salgo corriendo. El viento de la noche me estampa el recuerdo de su risa en el teléfono, y es entonces que algo me dice que en las próximas horas mi vida puede dar un giro rotundo. Dios mío, ¿a caso el momento está a punto de llegar?


Continuará…



sábado, 19 de marzo de 2011

Cuando uno se acostumbra a ya no respirar oxígeno

Al “anónimo”

Acabo de venir del colegio. Me siento fascinado, algo drogado, sumamente feliz y quizá un tanto preocupado. Hoy, sábado 19 de marzo, a las tres y media de la tarde, acabó mi segunda semana en mi ya no tan nuevo centro de estudios. Tengo tantas ideas en la mente que me abstraen a desenvolver con cuidado cuál será mi verdadero papel en este planetoide, al que he llegado (un poco tarde pues la hora de entrada es a las 7:30 y yo me paso varios minutos, ¡la culpa es de la combi!) repentinamente.
Estudié en un lugar “diferente”, eso puede explicar algunas cosas. No es que sea “sofisticado”, como comentaron en el anterior post, ni que me crea el “inteligente”, sino que mi idiosincrasia ha sido formada con otras pautas y reglas un tanto distintos al de los que hace unas cuantas horas me acompañaban bien sentados, escuchando a medias una clase extensa y somnolienta. Eso, por consiguiente, hace que me impresione de algunas libertades que observo en mi entorno, pues yo no las tuve, créanme, no las tuve. Tampoco piensen que me escandalizo con estas cosas, no soy tan santo, pero sí me zumba un buen rato el cerebro al intentar entender esas maneras de comportamiento estudiantil. Si tendría que sincerarme, diría que descubrí que no solo era un sapo de estanque, sino también una polilla de biblioteca.
Lo explico mejor:
En mi antiguo colegio siempre trabajé en base a normas morales o reglamentos estrictos a seguir; en especial, los paradigmas sobresalían y el altísimo, casi divino, respeto a los profesores pesaba en las almas, y nota conductual, de cada alumno. ¡Qué se podía tutear a un trabajador!, por lo menos no delante de él, y los que lo permitían eran muy escasos. ¡Qué se podía ridiculizar al alumno como castigo! ¡Qué se podía silbar en los salones! ¡Qué se podía vociferar lisuras! ¡Qué chica iba a tener la falda por encima de las rodillas! ¡Qué se podía usar la camisa afuera del pantalón! ¡No! ¡No! Todo era muy controlado y la Dirección tenía que enterarse hasta de las nuevas parejitas que se habían formado en el salón. En cambio, de donde acabo de venir se le da más libertad al estudiante, este tiene más autonomía para comportarse como mejor le parezca (y si falla… mejor no cuento, se pueden traumar… no, bromeo, no es tanto así) y los profesores, por lo menos en la academia de verano, son más desinhibidos, tienen una relación más jovial con su público. Eso me gusta, será porque recién experimento la otra cara de la pedagogía, esa forma de enseñar que parecía rezagarse a los colegios nacionales o “liberales-modernos”. Me gusta también ya que, si bien es cierto es algo nuevo para mí, siempre soñé con tener esto: un lazo menos duro entre alumno y maestro. Hace que la información que ellos nos proporcionan sea más asimilable y que no los veamos como monstruos idolatrados, sino como potenciales amigos. Eso es agradable, pero si se pasa de la famosa “raya”, todo se convierte en un revoltijo de carne con madera, en un verdadero caos y el equilibrio de la confidencia se corrompe, dando paso a las llamadas de atención, a las extremas sanciones o a la mirada despiadadamente seria de los profesores, que ahora tienen más cuidado con lo que dicen y hacen.
Aún no logro acostumbrarme del todo a esta cárcel (creo que cualquier tipo de encierro, a pesar de su propósito, aunque sea por unas horas, me convierte en un preso). Pareciera como si me faltara algo, tal vez es el pasado que recién se desprende paulatinamente. Esto me desconcentra, olvido mis libros, mis tareas o hago preguntas estúpidas como ¿hoy habrá práctica?, cuando bien sé que todos los días hay. Creo que me ha dado una especie de soroche. Me siento adormilado y excitado a la vez. Nacientes sensaciones se enfrentan en mis entrañas como dos luchadores de box; no, no son las hormonas, sino los nervios de cometer errores crasos que me pongan en evidencia tempranamente. No me estoy escondiendo, solo estoy reservando lo mejor de mí para los siguientes meses. Siempre soy así, lo primero que muestro es mi rostro serio e intelectual. Muy pocos logran desentrañar fácilmente mi otro matiz, para eso necesito estar en confianza, y aún me considero un extraño.
Pensándolo mejor, en mi anterior colegio tampoco dejé de ser un extraño. Cuando paseaba por los pasadizos intuía que algo no encajaba, que estaba de pasadita y que en algún momento tenía que partir. Cuando fue así, recién me sentí más parte, más hincha. Es natural, debe serlo, porque de lo contrario iré el lunes al psicólogo.
***
Una muchachita traviesa y muy feliz se me viene a la mente de improviso, ella usa un bastón de mando con el que pone orden a los indisciplinados, y me hace recordar que en este colegio los policías escolares son parte esencial del sistema. Sus integrantes se toman muy enserio su función, lo cumplen bajo códigos de honor y casi, casi, son el verdadero engranaje direccional de la escuela. Eso es nuevo también para mí, pues comúnmente conocí a policías escolares que eran elegidos siguiendo patrones distintos, diría un tanto menos responsables, menos serios.
He descubierto a compañeros muy interesantes. A primera vista las muchachas despeinadas y con la falda por encima de las rodillas me impactaron o los muchachos con el polo fuera del pantalón, todos “relajados”, y hasta un hálito de desaprobación pasó por mis ojos. Pero luego entendí mejor la situación (los conocí más a fondo) y aprendí a no juzgar a la gente por su apariencia. Aprendí a reconocer ese sello especial que tiene mi nueva promoción: su alegría, parte de la libertad que les inculcaron de pequeños, y sus reglas, a la que yo tengo que acostumbrarme y formar parte. Me siento cómodo compartiendo esa libertad, esas fuerzas y ganas que tienen, ese lazo de amistad entre todos, ese compañerismo que tal vez en mi antiguo salón no estuvo interiorizado y se dejó extrañar, esas ganas de soñar con viajes a Brasil o Miami, de estudiar por costumbre y ya no por obligación, de reír fuerte y sin control, disfrutando a mil la etapa escolar, enseñándome a disfrutarla a su manera también, a abrir la mente a mundos distintos, a acostumbrarme no solo a respirar oxígeno, sino también juventud.
A pesar de todo, este planetoide, con mucha juventud en vez de oxígeno, me empieza a encantar.
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PS: Mi estimado anónimo, aún sabiendo quién eres, hoy no te negué un lápiz, un borrador, un tajador, ni un saludo, ni una sonrisa. Espero que te haya gustado este nuevo post, y que sepas que si tengo que volver a ayudarte, lo haré mil y un veces. No te preocupes, no le diré a nadie de tu enigmática identidad. Suerte.

sábado, 12 de marzo de 2011

Cuando viajé a otro mundo

A Luna, por su paciencia


Acabo de venir del colegio. Me siento agotado, algo aturdido, sumamente impresionado y quizá un tanto emocionado. Hoy, sábado 12 de marzo, a las dos y media de la tarde acabó mi primera semana en mi nuevo centro de estudios. Tengo tantas imágenes en la mente que me abstraen a discernir con cuidado cuál es mi verdadero papel en este nuevo planetoide al que he llegado repentinamente.

Ya había estado en ese lugar, en la academia de verano. En esos dos meses conocí otro ambiente de estudio, algo más ligero. Descubrí otro tipo de atmósfera, a otra gente con diversas costumbres, cultura y vocabulario (imagínense que estuve estudiando con dos monjas). Me di cuenta que estuve viviendo en una burbuja protectora durante mucho tiempo. Por doce años solo había conocido un colegio particular y solo podía hablar con derecho de experiencia de ese único "templo del saber" (como decía mi maestra de la que me volví muy amigo, "casi patas"). Eso me resultaba irritante pues siempre me ha gustado ver las cosas de muchos vértices y opinar con cierto conocimiento de esos otros puntos diferentes al mío, por eso leo mucho, para descubrir otros vértices, otras aristas y otras áreas. Y cada vez que tocaba el tema de los colegios yo me quedaba empequeñecido, muchos de mis amigos estuvieron en varios y conocían al revés y al derecho lo que ahora estoy conociendo como un pollito recién nacido. Me acuerdo de lo que un día me dijo mi abuelo: “Tú no opines que eres un sapo de estanque”. ¡Maldita sea!, me cayó en una, era cierto… ¿cómo hablar del invierno con una avecilla de verano que migra siempre para encontrar calor? ÉL TENÍA RAZÓN, como muchas veces la tiene, había estado demasiado tiempo en una sola atmósfera. Era hora de migrar.

Me preguntan la razón que he tenido para aceptar de buena gana este cambio. Dicen: “Pero si estás en quinto, ¡es el último año!, pero si estabas en el segundo puesto, ¡y tenías diplomas y podías sacarte otro!, pero si ya conocías a los profesores y ellos te apreciaban, ¡estás yendo a otro lugar para ser un don nadie!, pero si actuabas en un taller de teatro en donde aplaudían tus papeles, ¡y en el último año el más sonado para el papel principal eras tú!, ¡POR QUÉ TE FUISTE!” Supongo que trataban de imaginarse la respuesta, porque mi salida de mi anterior “segunda casa” ha sido inesperada, casi ilógica, y para algunos triste o decepcionante. Si me hubiera quedado, este año iba a vivir la mejor temporada de toda mi secundaria.

Por eso escribo esto, para darles una respuesta, para que algunos de mis antiguos profesores dejen de llamarle “loco” o “resentido”, y para que los que especulan que me he ido de viaje o para los que dicen que me expulsaron por alumno contumaz (es que no me gustaban mucho las reglas; les cuento que hace dos años llevé a un policía al colegio para que me dejen entrar, pero ese es otro tema del que ya escribiré después), sepan que aún sigo en Chosica, aunque no por mucho tiempo, que salí con buenas calificaciones y que, a pesar de todo, sí hubieran aceptado mi matrícula para este año. Sin embargo, soy un poco exigente conmigo y la curiosidad me ha llevado a dar mi aquiescencia al cambio, aún estando seguro de que podría doler.

Me he ido por algo sencillo y difícil de comprender, o así quiero creerlo: QUERÍA PROBAR ALGO NUEVO. Esa idea siempre me ha seducido, recién estoy experimentándola y todavía no puedo sacar grandes conclusiones.
Obviamente hay otras razones, pero la que me concierne contar es esta. Siempre he sentido ese animalito de la duda por vivir lo desconocido (típico de un adolescente), por sentir lo que sienten los nuevos del aula, y sí que es algo extraño, casi incómodo. La última palabra la tuvieron mis padres pero estoy consciente que influí mucho.

Tengo que confesar que con mis antiguos compañeros tuvimos una relación accidentada. La culpa ha sido mía, soy un poco difícil. Pero también aprendí a hacer grandes amigos que me conocen en mis diferentes facetas y saben, de cierta manera, interpretar mis palabras y hasta reírse de lo que digo cuando otro cualquiera se enojaría sin reparos. Les agradezco ese noble detalle; ellos son pocos, pero son, y han abiertos zanjas en mi lomo y se han posado en mi corazón para estar conmigo a pesar de la distancia. Demostrándome que no soy del todo difícil, que aún tengo esa parte infantil que necesita ser comprendida, a pesar de mis rostros serios y adultezcos. En particular hay una amiga a quien le he dedicado este post, ella ha sido mi fiel confidente en muchos años y ha recogido algunas lagrimillas mías, leyó mi novela con gran entusiasmo y me ha levantado una y mil veces cuando me rehusaba a publicarla.

Mi anterior escuela me enseñó a tener verdaderos amigos, ha colaborado en casi todo para asentar mis bases humanas, valores y principios morales para afrontar lo que ahora me presenta, tan incontrolablemente, mi nueva jaula estudiantil. Ahí descubrí que amaba la actuación, que mi vocación es la literatura y que siempre hay un lugar en donde encontrar el perdón. Por eso, si con mi salida he provocado algún resentimiento o decepción, ruego me disculpen y me entiendan, que la decisión está muy bien fundamentada, y que esos doce años no se podrá borrar de mis entrañas, a pesar de nuestros tantos roces, ni siquiera con el tiempo que pasaré fuera de aquellas estrechas aulas. Casi podría decir que he terminado la secundaria en cuarto de media y que ahora simplemente viajé a otro mundo a buscar nuevos estanques.

A la promoción “JUNTOS EL MUNDO ES NUESTRO”, solo me queda agradecerle por reírse conmigo y de mí, con mis tantas bromas cantinflescas, por los años que pasamos como hermanos, por sus gritos de alegría y por la oportunidad que me dieron al abrirme las puertas de su memoria. Por favor, no hagan renegar a las “Súper Hermanas”, son un tesoro que con paciencia y buen ánimo se puede descubrir, y si lo hacen, se quedarán maravillados. Les aseguro que alcanzarán a saborear un retacito de ese intricado mundo de los maestros, del que se sorprenderán como me sorprendí yo.
Si ustedes olvidan al “extraño”, se los perdono, tienen razones para hacerlo. Pero estén seguros que yo jamás los olvidaré.
***
Me encuentro rodeado de altos edificios que acogen a muchas especies complicadas y con diferentes cosmovisiones. El primer día me topé contra la pared; al ingresar al salón creí estar en un colegio nacional, ¡qué ingenuo era! Delante de mí pasó una chica despeinada, con la falda por encima de las rodillas, gritando carajos y mierdas, tratando de espantar a un chico con cuerpo de veinte años, que tenía mi misma edad. ¿Me equivoqué de salón? Entonces escuché el grito del auxiliar a lo lejos, acercándose. Imaginaba lo que estaba a punto de ocurrir, porque todos corrieron a sus sitios.


Continuará…          

sábado, 5 de marzo de 2011

Razones de un libro

 
Cada vez que me preguntan la razón que tuve para escribir un libro, las respuestas que doy nunca son iguales. Es que, tengo que confesarlo, jamás me puse a pensar en eso. No me importaba y ahora tan solo un poco.
Ocurre que cuando tenía trece años gané un premio escolar de narrativa (ese fue el inicio de todo, antes jamás había escrito y si lo hice fueron algunas cosas inútiles), me dieron un diploma por mi cuento largo, “El asesino de Lindsey”, además de un libro que jamás lo leí (era de auto ayuda y no me gustan los libros de esa naturaleza) y otro de mi profesor de teatro, que lo he releído bastante por diferentes propósitos espirituales. Era mi primer año en el taller de actuación de mi colegio, en el que he permanecido durante tres años y en el que ya no podré estar más porque llegó el tiempo de “salir del estanque”. Aunque estoy intentando seguir en el taller de una manera casi clandestina, eso es otro asunto. Luego de aquel premio ingresó en mí un cosquilleo extraño, las ganas de escribir otra cosa, algo más atrevido, más grande y, quizás, un tanto rebelde.
Así, un buen día me senté en la computadora y llené durante tres o cuatro meses noventa y nueve páginas de puras letras y personajes ficticios producto de mi incipiente locura de escritor. Una noche de diciembre, me propuse terminar la página cien y mi madre me dio el primer aviso de impaciencia que me acompañaría el resto del tiempo de mi creación: ¿Cuándo terminas eso?
Fue que me di cuenta de lo inútil que era escribir esa historia. Había empezado sin saber a dónde ir y escribía prácticamente lo que me ocurría en el día; algo muy adolescente para un libro, pienso ahora. Por eso, sombreé todo el texto y apreté suprimir. La hoja en blanco y un gran peso fuera de mi cuerpo. ¿Cuatro meses al agua?, no, en todo ese trayecto me preparaba para darle cuerpo a la novela que vendría más adelante. Un libro que escaparía de toda sospecha, que estremecería a todo quien lo lea y que sacaría de mis pensamientos su parte más sádica. También acompañado de una sutil crítica ilustrativa que dibujaba con palabras las porquerías humanas de este siglo. Aquello que digo pasó por mi mente a los catorce años.


En febrero me volví a sentar en mi computadora a empezar la nueva versión de “El perfume del otro sello”.
La segunda razón crece en esa temporada. Se lanzó el concurso de novela del periódico EL COMERCIO y yo, muy ilusionado, quise participar a raíz de lo que me dijo mi madre: “para qué tanto escribes si nadie te va a leer, mándalo al concurso”. Sí, fue ahí que mi inocencia se perdió y Zulmicha hizo que germinara en mí la ambición de la publicación, esta mujer ha sido la culpable de esto y pagará, literalmente se los aseguro, sus consejos; le agradezco por las buenas intenciones. Entonces, concientizado en que debía escribir en corto plazo y de manera dedicada para tener aunque sea la somera esperanza de ganar, me discipliné y puse manos a la obra. Obviamente el tiempo me ganó, pero yo seguí escribiendo, corrigiendo poco, a comparación de lo mucho que corrijo ahora, e imaginando cada hecho de mi novela como si estuviera viendo una película. En trance total, acariciando el sueño de ver mis hojas entre tapas plastificadas.
Apareció otro concurso organizado por la PUCP, me aventé ahí también. No gané, y ahora que leo ese primer manuscrito que mandé me doy cuenta de las razones de mi descalificación: un fiasco que espero no se repita y que me ayudó para pisar tierra, comprendí que la calidad duele si uno quiere ser grande.
Así pasó hasta que terminé de escribir el libro a finales de mis catorce años. Y comenzó la odisea de la corrección, que duraría más de lo que me demoré en escribir. ¡Que dura hasta ahora!, a mis dieciséis, y que si no finiquita terminaré suicidándome.
Otra razón es mi sentimiento adrenalínico de ir contra la corriente. Quizá cuando lean mi libro se darán cuenta de lo que digo. Para resumirlo contaré una anécdota. Tenía una profesora de lengua y literatura, a la que admiro mucho, y a quien pedí me corrigiera el segundo manuscrito. Ella muy amable no me cobró nada e hizo un espectacular trabajo. Cuando le pregunté su opinión no sabía cómo decirme lo que me dijo, fijó sus ojos a los míos y vio en mi interior a un adulto-niño. Creo que estaba en shock, luego habló: Sabes, has escrito algo muy profundo, le pregunté si creía que mi libro era psicológico, no, va más allá de lo psicológico, es psiquiátrico. Hay que analizar al detalle cada aspecto de la personalidad de Yudielo (el protagonista) para comprender lo que quieres expresar. Me he sentido muy comprometida en algunas partes del libro, pues como muere la madre de Yudielo murió mi hermano. No es un libro para adolescentes, esto es un texto que requiere cierta preparación para enfrentarlo de la manera correcta: analizándolo al detalle, acompañando al protagonista en su carrera de genocida y de poeta a la vez, descubriendo sus pensamientos; sino se cae en un malentendido.
No sé si les gustará mi ópera prima, pero sí tengo la esperanza de poder arrancarles un poquito de escalofríos o hasta interés. Que lo lea el valiente, el sano o el enfermo, que lo lea cualquiera y el que pueda. Pero siempre consciente de que la razón del nacimiento de este libro es la podredumbre y vicios de la raza humana, convertida en arte y vista desde la perspectiva de un adolescente, aunque tal vez no para los mismos.