domingo, 24 de julio de 2011

La chica de la voz susurrante 3. El final.

África, después del amor y la muerte


A Rosa Calderón, por Savater


      Ese fue el último sábado que estuvo en Lima. Me invitó a su casa a pasar el fin de semana. «De paso—me dijo con un tono algo melancólico—podemos ir al río a recitar algunas poesías. Hay tanto que contarte». Ella recita muy bien, le gustan las poesías eróticas, de esas explícitas con un toque de morbo, de «cochinadita», como dice susurrando, como dice sus secretos. Cuando llegué sus lágrimas delataron la razón de aquella melancolía mal disfrazada. Había terminado con Fabián. La situación le cayó como patada al hígado.
—No puedo creerlo. En verdad no sé qué decirte. Hasta me siento un poco avergonzado, es mi familia—le dije a penas la abracé para saludarla.
—Tú no tienes que sentir nada. La culpa de todo esto es suya, por cobarde. Desde hace ya varias semanas empezó actuando muy extraño.
—Pero, pero, si ustedes…
—Sí, ya nos íbamos a casar, lo sé. Acordarme de eso me da arcadas. Fíjate que tuvo la valentía de pedirme la mano, con todo y anillo, delante de mi promoción de colegio y de mis padres. Luego se fue a vivir conmigo, al departamento que compré para que nadie nos jodiera, para tener a nuestros hijos o, por lo menos, practicar cómo tenerlos.
—¿Por qué terminaron?
—Primero, no iba a dormir a la casa, a veces ni avisaba nada y desaparecía días tras días. Yo me preocupaba muchísimo y llamaba a todo el mundo averiguando por él, hasta me mandaron al diablo de tanto escucharme llorar en el teléfono. Segundo, cuando aparecía, era como si nada extraordinario hubiera ocurrido, venía con otra ropa, campante y bonachón, no quiero imaginar en dónde se habría cambiado, me saludaba con un cariño fingido y se volvía a ir a trabajar. A pesar de que le pedía explicaciones él nunca quiso decirme la verdad, esperó que la descubriera forzosamente, esperó que lo nuestro se rompa de a pocos. Tercero, le llamaban a su celular insistentemente, ni lo dejaban cagar, eso me pareció muy extraño, en especial cuando le llamaba un número en particular, que a escondidas revisé.
—Una amante—sugerí, era lo más lógico. Por lo menos lo más lógico en las telelloronas del canal cuatro.
—Sí, eso. —Se hizo un silencio incómodo, de improviso me miró directamente y dijo con ira. —Pero lo que más me dolió fue descubrir que era su amigo del ejército.
—¡Dios mío!—No sé por qué en ese momento quise reírme.— ¿Estás segura?
—Segurísima. Lo vi, nadie me lo contó. Es ese amigo que lo venía a buscar, Fabián jamás se negaba a salir con él, dizque a brindar en un bar donde siempre se encuentran los del ejército; esa noche su amigo no se aguantó y le dio un beso, la camioneta no había partido aún. Con eso explico sus tantas negativas a tener sexo conmigo. ¡Teníamos momentos íntimos cada dos meses!, ¡frustrante!, y cuando se lo sugería me decía: «¡Qué asquerosa, no hables de esas cosas así no más, impúdica! Pareces una chola aguantada» Ya estaba harta de ese hijo de puta.
—Dudo que te quedaste con los brazos cruzados haciéndote la ciega. Tú no eres así.
—No me quedé con los brazos cruzados. Cuando vino tuvimos una fuerte discusión. Fabián me dijo que podía pegarle si eso quería, que no iba a hacer nada porque tenía la culpa de cualquier problema entre los dos, y puso las manos atrás a esperar que lo golpeara, repitiendo que se sentía confundido, arrepentido, murmurando que la culpa era de su pasado militar.
—¿Su pasado militar?
—Ajá, ese cabrón se excusó diciendo que lo habían violado en el cuartel, que por eso le gustaban los hombres, que necesitaba un tratamiento para ahuyentar tantos miedos que todavía lo perturbaban. Cojudeces… Se puso a llorar esperando alguna reacción mía. Le tiré una patada en los huevos, le escupí y me fui del departamento. De mi departamento. Vine aquí y mis padres se enfurecieron cuando les conté todo.
—No era para menos. Sin embargo, me cuesta digerir tanta humillación.
—A todos—se puso de pié y cerró la puerta de la habitación en donde estábamos. —Mi papito está despierto en su cama, sigue malito, no quiero que escuche lo que voy a decirte ahora.
—Adelante, si puedo ayudarte, por lo menos escuchándote, aquí estoy.
—Fabián me mandó una carta en la que decía que lo nuestro había sido lindo pero que ya no daba para más. ¡Já, gran noticia! Aunque eso no es lo más importante de esta carta, sino la parte en la que escribe diciendo que se va a matar.
Cuando cayó la noche todos entraron a sus habitaciones, apagaron las luces y se esforzaron en dormir. Yo descansaba en la habitación de huéspedes, al lado de la habitación de La Chica de la Voz Susurrante. Tal vez fue a las tres de la mañana que escuché medio somnoliento que alguien abría la puerta de la casa. Me asusté, me levanté y cerré la puerta de mi habitación con cerrojo, pero el sueño pudo más y volví a la cama, dispuesto a regresar a los brazos de Lariza Riquelme.
Al día siguiente, luego de asearme, me acerqué a la alcoba de La Chica de la Voz Susurrante. Tenía que decirle lo que había escuchado en la madrugada. Iba a tocar, pero antes la puerta se abrió sola. Entré sigiloso, saludé, no había nadie. Me percaté en la cama, yacía ahí un vestido ensangrentado y un revólver. De repente, sentí que alguien me miraba por la espalda. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
—¿Qué es esto?—Le dije atónito a la Chica de la Voz Susurrante, señalándole la cama.
—En la madrugada fui a la casa de Fabián a ayudarle con lo que me pidió. Nadie puede enterarse, por favor. Se lo merece, tómalo como si fuera un contrato. Es lo que le toca por su traición. Ha sido un caballero al permitir que sea yo la que cumpliera su deseo.
—No lo entiendo. ¿Qué te pidió?
—Que lo mate.
La carta que Fabián escribió estalló en mi mente.
***
La Chica de la Voz Susurrante regresó a Nueva Zelanda para tomar algunos ahorros y después partir inmediatamente a África. Se convirtió en prófuga de la justicia, sospecho que esa nueva aventura le agradaba en algo. Trabajó en Libia un año como periodista radial, luego en Costa de Marfil como vendedora de carne de perro. Desde un principio admitió para sí que su crimen la obligaría a vivir bajo la sombra del pavor y del fracaso. La policía no tardó mucho en descubrir al asesino de Fabián, pero sí demoraron en descubrirme. Después de tantos años de silencio delaté a la Chica de la Voz Susurrante, con la seguridad que así le daba a ella su parte del contrato que jamás quiso reclamar: la cárcel. Por esa fecha la enfermedad de su padre se agravó y murió súbitamente. Ella se enteró un día después. Le dolió en el alma que no llegara a despedirse de él antes de huir, aún sabiendo que no lo vería otra vez respirando en este mundo. Tanto le aterrorizó faltar al velorio de su padre, que decidió regresar, en barco porque los aviones le producían nervios, sin importar que en el puerto la policía estuviese esperándola. Tenía que regresar a cerrar su pasado, a cerrar una historia de amor y a darme el permiso para contarla.

Por Fin

   

No hay comentarios: